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lunes, 6 de julio de 2020

Carta a la Iglesia en tiempos del Covid-19

A poco de haber iniciado el siglo pasado (XX), la Iglesia en el continente americano experimentó un avivamiento en lenguas y dones espirituales que, de la mano de una lógica y consecuente afluencia de misioneros, evangelistas, pastores y maestros, dio nacimiento a una gran cantidad de nuevas obras. La inexperiencia, lo novedoso y la falta de conexión con el pasado histórico y doctrinal del cristianismo, no fueron obstáculo para el Espíritu Santo, quien fue el que impregnó de sabiduría, revelación, guía y Poder a los sencillos hijos de Dios, que con denuedo predicaron el Evangelio de Buenas Nuevas. No fueron los errores cometidos los que influyeron en la decadencia de influencia y progreso de la Iglesia como tal, sino el esfuerzo humano, que se sublevó con orgullo pretendiendo reducir al cuerpo de Cristo a una obsoleta institución terrenal: La iglesia corporativa. Es justo ahí cuando se renuncia a la guía de la Palabra por el Espíritu, y se imponen nuevas regulaciones, metas de hombres, agendas económicas y sociales, que van minando la libertad de los creyentes, atacando su sencilla fe en Cristo, la cual termina comprometiendo la unidad y libertad hegemónica del cuerpo de Cristo. En esta “nueva iglesia”, los pastores que predicaban y enseñaban la Palabra, pasaron a considerarse anticuados, pues la corporación requería otro tipo de “profesionales” que trajeran dinero a las arcas, para, entre otros: la construcción de edificaciones y compra de instrumentos y accesorios publicitarios modernos. Por medio de la creación de una jerarquía ministerial tipo reyes y disfrazados con nombres bíblicos, se instauraron impuestos y cargas económicas a los miembros conciliares, con la sola idea de ver mejores resultados económicos iniciaron una agresiva campaña proselitista para acrecentar el número de miembros a través de novedosos métodos que nada tuvieron que ver con la sana doctrina, el Evangelio de Cristo y las promesas de Vida Eterna, entonces nace: Un evangelio terrenal. La iglesia corporativa que llega al nuevo milenio es una que promueve las figuras de los hombres exitosos en los negocios, los números y los títulos vacuos y falsos, tales figuras que han lucrado, ya no con el evangelio, sino con una barata imitación, pero que venden muy cara. Es una iglesia que se preocupa por las obras que están de moda en el mundo, de las cuales, al igual que en el mundo, se encargan de hacer alarde. No culparía a aquellos que aplican a esta iglesia corporativa el mensaje a la Iglesia en Sardis y Laodicea: “Yo conozco tus obras, que tienes nombre de que vives, pero estás muerto. Ponte en vela y afirma las cosas que quedan, que estaban a punto de morir, porque no he hallado completas tus obras delante de mi Dios.” “Porque dices: ‘Soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad’; y no sabes que eres un miserable y digno de lástima, y pobre, ciego y desnudo, te aconsejo que de mí compres oro refinado por fuego para que te hagas rico, y vestiduras blancas para que te vistas y no se manifieste la vergüenza de tu desnudez, y colirio para ungir tus ojos para que puedas ver.” Apocalipsis 3: 1 y 17-18. Claro es que la iglesia corporativa está divorciada de Cristo, sus riquezas son humanas y terrenales, por lo tanto, condenada a la muerte. Si llegará el día en que el paganismo y el satanismo acabaran por completo con esa iglesia, nunca con la Iglesia de Cristo, la cual tiene promesas imperecederas de nunca ser vencida. Con este escenario no nos es difícil entender la parábola de las vírgenes dada por nuestro Señor en Mateo 25: - “Cinco de ellas eran prudentes y cinco insensatas” - “Las insensatas, tomando sus lámparas, no tomaron consigo aceite; mas las prudentes tomaron aceite en sus vasijas, juntamente con sus lámparas.” - “vino el esposo; y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas; y se cerró la puerta.” - “Después vinieron también las otras vírgenes, diciendo: !!Señor, señor, ¡ábrenos! Mas él, respondiendo, dijo: De cierto os digo, que no os conozco.” No conoce el Señor a la iglesia corporativa que lleva una doctrina de hombres, cuyos dioses son el dinero, la fama, la vanagloria y los falsos apóstoles. No conoce el Señor a esa iglesia corporativa que, se esconde tras una fachada falsa de cristianismo, que en su caso no es mas que un mote, porque en toda su esencia sigue los designios del mundo: la crueldad, la fantochería, la idolatría y la prepotencia de la violencia. No la conoce Dios porque esa corporación no depende del Espíritu, depende de los números, de las apariencias, del dinero, de la fama, de la fuerza y prepotencia dirigida por hombres corruptos que pretenden ser píos, pero que no lo son. La iglesia del Señor Jesucristo enfrenta en este nuevo milenio a esas cinco vírgenes insensatas, que no dependen del Espíritu, sino del mundo; y digo enfrenta porque esa iglesia corporativa ha usurpado en el planeta, el nombre de iglesia. Como iglesia de Cristo la enfrenta porque tiene que defender la doctrina del Señor, el Evangelio de la Verdad, mostrando así que no hay comunión con las mentiras de un movimiento que está condenado por la Palabra: “!!Ay de ellos! porque han seguido el camino de Caín, y se lanzaron por lucro en el error de Balaam, y perecieron en la contradicción de Coré. Estos son manchas en vuestros ágapes, que comiendo impúdicamente con vosotros se apacientan a sí mismos; nubes sin agua, llevadas de acá para allá por los vientos; árboles otoñales, sin fruto, dos veces muertos y desarraigados; fieras ondas del mar, que espuman su propia vergüenza; estrellas errantes, para las cuales está reservada eternamente la oscuridad de las tinieblas.” Judas 11-13 Y hacerlo confiando en que Dios está de nuestro lado y de que la labor en Cristo no es en vano, debemos hacerlo con valentía, pues estos son fieros atacantes que no tienen ningún tipo de ética o miramiento para eliminarnos. Debemos usar las armas del Espíritu, no las del mundo, no la violencia, no el engaño, no la astucia, sino las armas del cristiano: la oración, la palabra, la sumisión al Espíritu de Dios. El mundo pasa y sus deseos, pero el que hace la voluntad de Dios, permanece para siempre.